El día libre de Aurora G.

Había llegado a la ciudad hacía casi un año por motivos laborales, pero aquella fue la primera vez en que Aurora G. reparaba en la boca de metro. Parecía una isla en medio de la plaza y no tenía rótulo ni indicativo alguno. Una tarde, al regresar del trabajo al edificio donde se alojaba, preguntó al conserje por el trazado de la línea de metro, a lo que éste contestó que tan sólo existía esa estación en toda la ciudad. Aurora G. receló de aquella explicación. ¿Para qué podía servir una única estación de metro aislada? Nadie lo sabe, fue la respuesta del hombre. Durante días aquellas preguntas la acompañaron de casa a la oficina, y de la oficina a casa. ¿De dónde vendrían los trenes? Y sobre todo, ¿a dónde llevaban? Llegó el domingo y, dado que en aquella ciudad había poco que hacer y nadie a quien llamar, Aurora G. resolvió visitar la estación de metro. Bajó las escaleras, cruzó un torno que parecía inhabilitado y, seguida por el eco de sus pisadas, llegó hasta un andén desierto. No encontró carteles ni letreros que anunciasen el itinerario o la frecuencia del servicio de trenes. Únicamente un par de bancos metálicos y aquel túnel que nacía de la oscuridad al andén para volver a perderse en la penumbra poco más allá. Aurora G. se sentó, sacó un libro del bolso y comenzó a leer.


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