Margaret Mac Calahan, la simpática ancianita de la calle
Lunga, se sienta cada mañana en su
porche frente a los cerezos, abre con exquisito cuidado uno de los sobres que
guarda con primor en la cajita de bordar y lee. Cada mañana elige uno de esos
sobres envejecidos y amarillentos, desdobla cuidadosamente el folio, lo lee con
parsimonia, cierra luego los ojos un instante, lo besa y lo vuelve a
guardar. Un día más, desde hace treinta
años, Margaret Mac Calahan sigue esperando el momento oportuno para enviarlos.
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