El emprendedor

Cristobal Santos había abierto la primera autoescuela de la ciudad y estaba convencido de hacerse de oro. Cuando un mes después, ni un solo alumno se había matriculado, el empresario culpó a la crisis. Tardó un año en dilapidar todos sus ahorros y, confiado aún en su intuición, recurrir al embargo de todos los bienes propios y familiares a cambio de liquidez. Una mañana, mientras leía el periódico a solas en su despacho, Cristóbal Santos cayó en la cuenta de que su plan de negocio había pasado por alto un dato: corría el año 1872 y faltaba más de una década para la invención del automóvil.


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