Había llegado el día. Era la hora. Con una taza de café en la mano y aún en
pijama, puso a hervir la carne en la
olla más grande que tenía y esperó hasta que espumase. Esa es la clave para el
mejor caldo, decía siempre su abuela alemana, desespumar. Se preparó otro café
mientras miraba como una capa blanca y burbujeante aparecía en la superficie
del agua. El móvil comenzó a sonar, mientras desespumaba por primera vez.
Siguió sonando mucho rato, hasta que el
caldo estuvo transparente, entonces le quitó la funda de silicona que su novia
le regaló unos meses atrás y lo tiró a la olla. El sonido cesó de repente,
produciéndole una sensación de alivio.
Rectificar de sal, decía la abuela. Entonces recordó el paquetito que guardaba en la mesilla, junto al traje sin estrenar, la camisa nueva y la horrible corbata que había aceptado llevar. Abrió la cajita de terciopelo azul, tomó las alianzas, las miró un momento y las añadió a la sopa.
Horas después, mientras alguien aporreaba con fuerza la puerta, Mario, sentado en la mesa de comedor con mantel blanco y vajilla de fiesta, tomaba su sopa de boda.
Rectificar de sal, decía la abuela. Entonces recordó el paquetito que guardaba en la mesilla, junto al traje sin estrenar, la camisa nueva y la horrible corbata que había aceptado llevar. Abrió la cajita de terciopelo azul, tomó las alianzas, las miró un momento y las añadió a la sopa.
Horas después, mientras alguien aporreaba con fuerza la puerta, Mario, sentado en la mesa de comedor con mantel blanco y vajilla de fiesta, tomaba su sopa de boda.
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