Bajando
al cuarto piso desde la calle, fui percibiendo que esto era un tema de revés.
Mi madre me llamaba desde la ventana cuando llegaba del parque. Ven a por el
bocadillo hijo, decía. Yo bajaba airoso a ver a mi madre y cuando llegaba al
cuarto piso ella chillaba: ¿no te he
dicho mil veces que aquí se llega subiendo?
A mí, a pesar de todo, me gustaba bajar desde abajo y dejarme caer hacia
arriba. El caso era llegar, y llegar
siempre llegaba.
Luego
fue en aquella cascada, cuando el agua limpia caída rocas arriba y yo podía
mirar hacia abajo y ver como ascendía. Me duchaba los pies y subían las gotas, ¡qué enrevesada delicia!, y me podía bañar
ahí subido, incluso sin mojarme el pelo. Mi madre al verme se enfadaba y me
decía que saliera de la cascada, que esas no eran maneras de ver las cosas. A
mí me divertía tanto aquello, que me daban ganas de reír de tristeza.
Y fui descubriendo mi mirada del revés. Y me sentaba frente al espejo y me veía el cogote y andaba con las manos boca
abajo, y dormía en posición vertical, y saltaba hacia atrás para avanzar un
poco, y ganaba las carreras siendo el último, y en vez de razonar, despensaba.
Aquello era divertido y todo lo veía así, de esa manera.
Pero un día mi madre se hartó y dijo: ¡una y no más!; entonces
me compró unas gafas para corregir la visión, me llevó a un colegio donde todos
íbamos de uniforme y decidió que me iba a cambiar la mirada.
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